viernes, 19 de julio de 2013

EFRACCIÓN






Lo sentí en el píloro; en el páncreas; y en el hígado. Todos ellos secretaron la sustancia peligrosa de la desnudez. También sentí algo en mis glándulas lacrimales, como una comezón triste, un deseo de… Pero se me pasó cuando junté con fuerza, la una contra la otra, mis piernas. 

Marita Lopera R. 
Julio 2013

lunes, 8 de julio de 2013

“Eran los ojos de la niñita. Su cuerpo se fue desprendiendo de los reflejos verdes de las hojas […], la niñita se acercó al alambrado, exclamando:
-¡Mi Amó…!
Todo el asombro que yacía inutilizado en el viejo, sonrió.
-¡Dindo…!” 
(Ana María. José Donoso, 1960)



Me sonreí de para adentro mirando esa mirada nublada por los años. Recordé a mi bisabuelo que se murió estando muy senil y confundía a todas sus nietas y bisnietas con sus novias de otrora, nunca con una mirada libidinosa, sino siempre con una especie de felicidad escondida tras el regocijo por ver tanta novedad, tanta juventud, tanta algarabía… claro que mi bisabuelo pasaba de los noventa, y la verdad habitaba desde hacía tiempo territorios extraños, yertos, propios de una relación estéril que lo acompañó desde la muerte de su legítima -y para nosotros real- esposa, y que se convirtió en un segundo matrimonio donde conoció el maltrato, el hambre y el descuido: Alicia le daba comida descompuesta que guardaba debajo de la cama y en los armarios húmedos, en tarros de galletas Saltín oxidados, y en envueltos de plásticos de toda variedad apretujados contra los rincones de la cocina. Y como la comida es un sino o un estandarte de lo que hace a una familia, me repugnó el hecho de que Alicia corrompiera lo que antaño significó abundancia, variedad y jolgorio alrededor de nuestra mesa. Con las uñas sucias, el poco pelo grasoso recogido con pinzas corroídas, un delantal por lo regular mojado y el arrastrar de las chancletas atrapadas bajo el cuerpo pesado, Alicia estuvo siempre lista a negarle la comida al abuelo, aduciendo que no había nada para comer, mientras las fechas de vencimiento en los empaques de la mantequilla y la leche se acercaban contundentes a la putrefacción debajo del lavadero.

Por eso seguramente disfrutó tanto de nuestra escasa compañía, porque nos le aparecíamos agazapadas por los jardines de su poca memoria, y le sonreíamos tras las rejas de los abismos de las familias que, por lo regular, suelen ser insalvables. Mi repugnancia me detuvo: no volví; ni siquiera fui al sepelio;  ni lloré; ni sentí nada cercano a la nostalgia; antes bien, fue para mí un placer que el viejo se hubiera ido de ella para siempre, y de nosotros apenas un poquito, porque… ¿Cómo se va uno cuando todo lo que deja es uno mismo repartido en tantos rostros,  manos y voces?

Octubre, 2007 
Por: Marita Lopera Rendón