“Eran los ojos de la niñita. Su cuerpo
se fue desprendiendo de los reflejos verdes de las hojas […], la niñita se
acercó al alambrado, exclamando:
-¡Mi Amó…!
Todo el asombro que yacía inutilizado en
el viejo, sonrió.
-¡Dindo…!”
(Ana María. José Donoso,
1960)
Me sonreí de para adentro mirando esa mirada
nublada por los años. Recordé a mi bisabuelo que se murió estando muy senil y
confundía a todas sus nietas y bisnietas con sus novias de otrora, nunca con
una mirada libidinosa, sino siempre con una especie de felicidad escondida tras
el regocijo por ver tanta novedad, tanta juventud, tanta algarabía… claro que
mi bisabuelo pasaba de los noventa, y la verdad habitaba desde hacía tiempo
territorios extraños, yertos, propios de una relación estéril que lo acompañó desde
la muerte de su legítima -y para nosotros real- esposa, y que se convirtió en
un segundo matrimonio donde conoció el maltrato, el hambre y el descuido:
Alicia le daba comida descompuesta que guardaba debajo de la cama y en los
armarios húmedos, en tarros de galletas Saltín oxidados, y en envueltos de
plásticos de toda variedad apretujados contra los rincones de la cocina. Y como
la comida es un sino o un estandarte de lo que hace a una familia, me repugnó
el hecho de que Alicia corrompiera lo que antaño significó abundancia, variedad
y jolgorio alrededor de nuestra mesa. Con las uñas sucias, el poco pelo grasoso
recogido con pinzas corroídas, un delantal por lo regular mojado y el arrastrar
de las chancletas atrapadas bajo el cuerpo pesado, Alicia estuvo siempre lista
a negarle la comida al abuelo, aduciendo que no había nada para comer, mientras
las fechas de vencimiento en los empaques de la mantequilla y la leche se
acercaban contundentes a la putrefacción debajo del lavadero.
Por eso seguramente disfrutó tanto de nuestra
escasa compañía, porque nos le aparecíamos agazapadas por los jardines de su
poca memoria, y le sonreíamos tras las rejas de los abismos de las familias
que, por lo regular, suelen ser insalvables. Mi repugnancia me detuvo: no
volví; ni siquiera fui al sepelio; ni lloré; ni sentí nada cercano a
la nostalgia; antes bien, fue para mí un placer que el viejo se hubiera ido de
ella para siempre, y de nosotros apenas un poquito, porque… ¿Cómo se va
uno cuando todo lo que deja es uno mismo repartido en tantos rostros,
manos y voces?
Octubre, 2007
Por: Marita Lopera Rendón